domingo, 12 de febrero de 2012

EL SEÑOR ME SIGUE LLAMANDO...





Alabado sea Jesucristo, sea por siempre bendito y alabado.

He tenido ganas de compartir en este blog mi experiencia vocacional ya que a pesar de mis debilidades y defectos el Señor me sigue llamando.Por esta razón  quise titular este humilde testimonio.
 En primer lugar permitamen presentarme brevemente,   Vengo de una familia cristiana, constituida por mis padres, 2 hermanos y 3 sobrinos. Desde pequeño sentí que el Señor me llamaba a servirlo cono dice el Profeta Jeremías: «Antes de formarte en el vientre materno, yo te conocía; antes de que salieras del seno, yo te había consagrado...
Desde muy pequeño iba a la parroquia de mi barrio, como tantos otros niños a ser monaguillo, un día sentí la curiosidad de imitar a quien fuera el sacerdote de aquel momento y siempre que volvía de la iglesia me gustaba imitar lo él hacia , por lo tanto comencé a armar mi propio altar y a jugar a ser misas. Recuerdo que a mi familia le llamaba la atención de como pasaba el tiempo jugando a celebrar misas y no me llamaba la atención jugar por ejemplo a la pelota. Así fui creciendo y poco a poco  me preparo para  mi primera comunión y un 27 de octubre de 1989 mi corazón se llena de alegría por recibir a Jesús por primera vez. Luego inicio mis estudios secundarios, y siempre guardaba ese tesoro en mi corazón hasta que un día  comienzo a preguntarme seriamente que quiere el Señor de mi?, busco ayuda espiritual a un sacerdote joven, recién ordenado que me contagiaba su alegría de poder ser sacerdote, hasta que un día decido decir SI como María, para comenzar un tiempo en Nazaret de preparación y desde aquel momento hasta hoy he podido experimentar el amor de Dios y de nuestra Madre la Iglesia como decía al comienzo con mis defectos y debilidades pero también con los talentos que el Señor me ha regalado para ponerlos al servicio de los demás.
Hoy vivo un tiempo de espera en el Señor, pero convencido que las pruebas y las dificultades de la vida no son en vano sino que ayudan a experimentar como el salmista y a cantar "Me a tocado un  lote hermoso, me encanta mi heredad". 
Siempre nos toca también experimentar la noche oscura como tantos místicos, como vivir tiempo de cuaresma pero sabiendo que luego viene el día de la Resurrección como las mujeres que fueron al sepulcro y vieron que la tumba estaba vacía.
Ojala que cuando nos preguntemos ¿quiénes son los suyos?, podamos decir aquellos que son elegidos en una noche de oración, y cuyo nombre fue pronunciado, uno a uno por labios de Cristo... Son los que permanecieron con él, en sus gozos y pruebas
Quiero animar a tantos y tantas que hoy se cuestionan una vocación especifica a la vida sacerdotal como religiosa y decirles que NO TENGAN MIEDO, ABRALEN LAS PUERTAS A CRISTO, como así lo decía nuestro querido Beato Juan Pablo II.
Quiero poner en las manos de María Santísima la vida de tantos sacerdotes que fueron referentes para muchos y pedir por quienes queremos llegar al ministerio sacerdotal para que podamos llevar a otros el olor de Cristo y podamos entregarnos sin reservas por la causa del evangelio. Y así ser mensajeros de esperanza a tantos que hoy buscan sentido en su vida.
A ÉL, la gloria por los siglos de los siglos . Amén....


viernes, 10 de febrero de 2012

MENSAJE DEL PAPA BENEDICTO XVI


CUARESMA 2012
“Fijémonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras”
Queridos hermanos y hermanas
La Cuaresma nos ofrece una vez más la oportunidad de reflexionar sobre el corazón de la vida cristiana: la caridad. En efecto, este es un tiempo propicio para que, con la ayuda de la Palabra de Dios y de los Sacramentos, renovemos nuestro camino de fe, tanto personal como comunitaria. Se trata de un itinerario marcado por la oración y el compartir, por el silencio y el ayuno, en espera de vivir la alegría pascual.
Este año deseo proponer algunas reflexiones a la luz de un breve texto bíblico tomado de la Carta a los Hebreos: «Fijémonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras» (10,24). Esta frase forma parte de una perícopa en la que el escritor sagrado exhorta a confiar en Jesucristo como sumo sacerdote, que nos obtuvo el perdón y el acceso a Dios. El fruto de acoger a Cristo es una vida que se despliega según las tres virtudes teologales: se trata de acercarse al Señor «con corazón sincero y llenos de fe» (v. 22), de mantenernos firmes «en la esperanza que profesamos» (v. 23), con una atención constante para realizar junto con los hermanos «la caridad y las buenas obras» (v. 24). Asimismo, se afirma que para sostener esta conducta evangélica es importante participar en los encuentros litúrgicos y de oración de la comunidad, mirando a la meta escatológica: la comunión plena en Dios (v. 25). Me detengo en el versículo 24, que, en pocas palabras, ofrece una enseñanza preciosa y siempre actual sobre tres aspectos de la vida cristiana: la atención al otro, la reciprocidad y la santidad personal.
1. “Fijémonos”: la responsabilidad para con el hermano.
El primer elemento es la invitación a «fijarse»: el verbo griego usado es katanoein, que significa observar bien, estar atentos, mirar conscientemente, darse cuenta de una realidad. Lo encontramos en el Evangelio, cuando Jesús invita a los discípulos a «fijarse» en los pájaros del cielo, que no se afanan y son objeto de la solícita y atenta providencia divina (cf. Lc 12,24), y a «reparar» en la viga que hay en nuestro propio ojo antes de mirar la brizna en el ojo del hermano (cf. Lc 6,41). Lo encontramos también en otro pasaje de la misma Carta a los Hebreos, como invitación a «fijarse en Jesús» (cf. 3,1), el Apóstol y Sumo Sacerdote de nuestra fe. Por tanto, el verbo que abre nuestra exhortación invita a fijar la mirada en el otro, ante todo en Jesús, y a estar atentos los unos a los otros, a no mostrarse extraños, indiferentes a la suerte de los hermanos. Sin embargo, con frecuencia prevalece la actitud contraria: la indiferencia o el desinterés, que nacen del egoísmo, encubierto bajo la apariencia del respeto por la «esfera privada». También hoy resuena con fuerza la voz del Señor que nos llama a cada uno de nosotros a hacernos cargo del otro. Hoy Dios nos sigue pidiendo que seamos «guardianes» de nuestros hermanos (cf. Gn 4,9), que entablemos relaciones caracterizadas por el cuidado reciproco, por la atención al bien del otro y a todo su bien. El gran mandamiento del amor al prójimo exige y urge a tomar conciencia de que tenemos una responsabilidad respecto a quien, como yo, es criatura e hijo de Dios: el hecho de ser hermanos en humanidad y, en muchos casos, también en la fe, debe llevarnos a ver en el otro a un verdadero alter ego, a quien el Señor ama infinitamente. Si cultivamos esta mirada de fraternidad, la solidaridad, la justicia, así como la misericordia y la compasión, brotarán naturalmente de nuestro corazón. El Siervo de Dios Pablo VI afirmaba que el mundo actual sufre especialmente de una falta de fraternidad: «El mundo está enfermo. Su mal está menos en la dilapidación de los recursos y en el acaparamiento por parte de algunos que en la falta de fraternidad entre los hombres y entre los pueblos» (Carta. enc. Populorum progressio [26 de marzo de 1967], n. 66).

La atención al otro conlleva desear el bien para él o para ella en todos los aspectos: físico, moral y espiritual. La cultura contemporánea parece haber perdido el sentido del bien y del mal, por lo que es necesario reafirmar con fuerza que el bien existe y vence, porque Dios es «bueno y hace el bien» (Sal 119,68). El bien es lo que suscita, protege y promueve la vida, la fraternidad y la comunión. La responsabilidad para con el prójimo significa, por tanto, querer y hacer el bien del otro, deseando que también él se abra a la lógica del bien; interesarse por el hermano significa abrir los ojos a sus necesidades. La Sagrada Escritura nos pone en guardia ante el peligro de tener el corazón endurecido por una especie de «anestesia espiritual» que nos deja ciegos ante los sufrimientos de los demás. El evangelista Lucas refiere dos parábolas de Jesús, en las cuales se indican dos ejemplos de esta situación que puede crearse en el corazón del hombre. En la parábola del buen Samaritano, el sacerdote y el levita «dieron un rodeo», con indiferencia, delante del hombre al cual los salteadores habían despojado y dado una paliza (cf. Lc 10,30-32), y en la del rico epulón, ese hombre saturado de bienes no se percata de la condición del pobre Lázaro, que muere de hambre delante de su puerta (cf. Lc 16,19). En ambos casos se trata de lo contrario de «fijarse», de mirar con amor y compasión. ¿Qué es lo que impide esta mirada humana y amorosa hacia el hermano? Con frecuencia son la riqueza material y la saciedad, pero también el anteponer los propios intereses y las propias preocupaciones a todo lo demás. Nunca debemos ser incapaces de «tener misericordia» para con quien sufre; nuestras cosas y nuestros problemas nunca deben absorber nuestro corazón hasta el punto de hacernos sordos al grito del pobre. En cambio, precisamente la humildad de corazón y la experiencia personal del sufrimiento pueden ser la fuente de un despertar interior a la compasión y a la empatía: «El justo reconoce los derechos del pobre, el malvado es incapaz de conocerlos» (Pr 29,7). Se comprende así la bienaventuranza de «los que lloran» (Mt 5,4), es decir, de quienes son capaces de salir de sí mismos para conmoverse por el dolor de los demás. El encuentro con el otro y el hecho de abrir el corazón a su necesidad son ocasión de salvación y de bienaventuranza.
El «fijarse» en el hermano comprende además la solicitud por su bien espiritual. Y aquí deseo recordar un aspecto de la vida cristiana que a mi parecer ha caído en el olvido: la corrección fraterna con vistas a la salvación eterna. Hoy somos generalmente muy sensibles al aspecto del cuidado y la caridad en relación al bien físico y material de los demás, pero callamos casi por completo respecto a la responsabilidad espiritual para con los hermanos. No era así en la Iglesia de los primeros tiempos y en las comunidades verdaderamente maduras en la fe, en las que las personas no sólo se interesaban por la salud corporal del hermano, sino también por la de su alma, por su destino último. En la Sagrada Escritura leemos: «Reprende al sabio y te amará. Da consejos al sabio y se hará más sabio todavía; enseña al justo y crecerá su doctrina» (Pr 9,8ss). Cristo mismo nos manda reprender al hermano que está cometiendo un pecado (cf. Mt 18,15). El verbo usado para definir la corrección fraterna —elenchein— es el mismo que indica la misión profética, propia de los cristianos, que denuncian una generación que se entrega al mal (cf. Ef 5,11). La tradición de la Iglesia enumera entre las obras de misericordia espiritual la de «corregir al que se equivoca». Es importante recuperar esta dimensión de la caridad cristiana. Frente al mal no hay que callar. Pienso aquí en la actitud de aquellos cristianos que, por respeto humano o por simple comodidad, se adecuan a la mentalidad común, en lugar de poner en guardia a sus hermanos acerca de los modos de pensar y de actuar que contradicen la verdad y no siguen el camino del bien. Sin embargo, lo que anima la reprensión cristiana nunca es un espíritu de condena o recriminación; lo que la mueve es siempre el amor y la misericordia, y brota de la verdadera solicitud por el bien del hermano. El apóstol Pablo afirma: «Si alguno es sorprendido en alguna falta, vosotros, los espirituales, corregidle con espíritu de mansedumbre, y cuídate de ti mismo, pues también tú puedes ser tentado» (Ga 6,1). En nuestro mundo impregnado de individualismo, es necesario que se redescubra la importancia de la corrección fraterna, para caminar juntos hacia la santidad. Incluso «el justo cae siete veces» (Pr 24,16), dice la Escritura, y todos somos débiles y caemos (cf. 1 Jn 1,8). Por lo tanto, es un gran servicio ayudar y dejarse ayudar a leer con verdad dentro de uno mismo, para mejorar nuestra vida y caminar cada vez más rectamente por los caminos del Señor. Siempre es necesaria una mirada que ame y corrija, que conozca y reconozca, que discierna y perdone (cf. Lc 22,61), como ha hecho y hace Dios con cada uno de nosotros.
2. “Los unos en los otros”: el don de la reciprocidad.
Este ser «guardianes» de los demás contrasta con una mentalidad que, al reducir la vida sólo a la dimensión terrena, no la considera en perspectiva escatológica y acepta cualquier decisión moral en nombre de la libertad individual. Una sociedad como la actual puede llegar a ser sorda, tanto ante los sufrimientos físicos, como ante las exigencias espirituales y morales de la vida. En la comunidad cristiana no debe ser así. El apóstol Pablo invita a buscar lo que «fomente la paz y la mutua edificación» (Rm 14,19), tratando de «agradar a su prójimo para el bien, buscando su edificación» (ib. 15,2), sin buscar el propio beneficio «sino el de la mayoría, para que se salven» (1 Co 10,33). Esta corrección y exhortación mutua, con espíritu de humildad y de caridad, debe formar parte de la vida de la comunidad cristiana.
Los discípulos del Señor, unidos a Cristo mediante la Eucaristía, viven en una comunión que los vincula los unos a los otros como miembros de un solo cuerpo. Esto significa que el otro me pertenece, su vida, su salvación, tienen que ver con mi vida y mi salvación. Aquí tocamos un elemento muy profundo de la comunión: nuestra existencia está relacionada con la de los demás, tanto en el bien como en el mal; tanto el pecado como las obras de caridad tienen también una dimensión social. En la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, se verifica esta reciprocidad: la comunidad no cesa de hacer penitencia y de invocar perdón por los pecados de sus hijos, pero al mismo tiempo se alegra, y continuamente se llena de júbilo por los testimonios de virtud y de caridad, que se multiplican. «Que todos los miembros se preocupen los unos de los otros» (1 Co 12,25), afirma san Pablo, porque formamos un solo cuerpo. La caridad para con los hermanos, una de cuyas expresiones es la limosna —una típica práctica cuaresmal junto con la oración y el ayuno—, radica en esta pertenencia común. Todo cristiano puede expresar en la preocupación concreta por los más pobres su participación del único cuerpo que es la Iglesia. La atención a los demás en la reciprocidad es también reconocer el bien que el Señor realiza en ellos y agradecer con ellos los prodigios de gracia que el Dios bueno y todopoderoso sigue realizando en sus hijos. Cuando un cristiano se percata de la acción del Espíritu Santo en el otro, no puede por menos que alegrarse y glorificar al Padre que está en los cielos (cf. Mt 5,16). 
3. “Para estímulo de la caridad y las buenas obras”: caminar juntos en la santidad.
Esta expresión de la Carta a los Hebreos (10, 24) nos lleva a considerar la llamada universal a la santidad, el camino constante en la vida espiritual, a aspirar a los carismas superiores y a una caridad cada vez más alta y fecunda (cf. 1 Co 12,31-13,13). La atención recíproca tiene como finalidad animarse mutuamente a un amor efectivo cada vez mayor, «como la luz del alba, que va en aumento hasta llegar a pleno día» (Pr 4,18), en espera de vivir el día sin ocaso en Dios. El tiempo que se nos ha dado en nuestra vida es precioso para descubrir y realizar buenas obras en el amor de Dios. Así la Iglesia misma crece y se desarrolla para llegar a la madurez de la plenitud de Cristo (cf. Ef 4,13). En esta perspectiva dinámica de crecimiento se sitúa nuestra exhortación a animarnos recíprocamente para alcanzar la plenitud del amor y de las buenas obras.
Lamentablemente, siempre está presente la tentación de la tibieza, de sofocar el Espíritu, de negarse a «comerciar con los talentos» que se nos ha dado para nuestro bien y el de los demás (cf. Mt 25,25ss). Todos hemos recibido riquezas espirituales o materiales útiles para el cumplimiento del plan divino, para el bien de la Iglesia y la salvación personal (cf. Lc 12,21b; 1 Tm 6,18). Los maestros de espiritualidad recuerdan que, en la vida de fe, quien no avanza, retrocede. Queridos hermanos y hermanas, aceptemos la invitación, siempre actual, de aspirar a un «alto grado de la vida cristiana» (Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte [6 de enero de 2001], n. 31). Al reconocer y proclamar beatos y santos a algunos cristianos ejemplares, la sabiduría de la Iglesia tiene también por objeto suscitar el deseo de imitar sus virtudes. San Pablo exhorta: «Que cada cual estime a los otros más que a sí mismo» (Rm 12,10).
Ante un mundo que exige de los cristianos un testimonio renovado de amor y fidelidad al Señor, todos han de sentir la urgencia de ponerse a competir en la caridad, en el servicio y en las buenas obras (cf. Hb 6,10). Esta llamada es especialmente intensa en el tiempo santo de preparación a la Pascua. Con mis mejores deseos de una santa y fecunda Cuaresma, os encomiendo a la intercesión de la Santísima Virgen María y de corazón imparto a todos la Bendición
Apostólica

domingo, 29 de enero de 2012

VUELTA A CASA

Queridos amigos, después de un largo tiempo sin utilizar este Blog quiero expresarles a todos que a partir de hoy iremos colocando artículos de interés para todos. Relacionados a la vida de la Iglesia y de la persona del Beato Juan Pablo II.

Cualquier sugerencia mande un correo electrónico: juanpabloii1998@hotmail.com

Muchas gracias y que Dios los bendiga a todos 

domingo, 1 de mayo de 2011

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Queridos hermanos y hermanas.
Hace seis años nos encontrábamos en esta Plaza para celebrar los funerales del Papa Juan Pablo II. El dolor por su pérdida era profundo, pero más grande todavía era el sentido de una inmensa gracia que envolvía a Roma y al mundo entero, gracia que era fruto de toda la vida de mi amado Predecesor y, especialmente, de su testimonio en el sufrimiento. Ya en aquel día percibíamos el perfume de su santidad, y el Pueblo de Dios manifestó de muchas maneras su veneración hacia él. Por eso, he querido que, respetando debidamente la normativa de la Iglesia, la causa de su beatificación procediera con razonable rapidez. Y he aquí que el día esperado ha llegado; ha llegado pronto, porque así lo ha querido el Señor: Juan Pablo II es beato.
Deseo dirigir un cordial saludo a todos los que, en número tan grande, desde todo el mundo, habéis venido a Roma, para esta feliz circunstancia, a los señores cardenales, a los patriarcas de las Iglesias católicas orientales, hermanos en el episcopado y el sacerdocio, delegaciones oficiales, embajadores y autoridades, personas consagradas y fieles laicos, y lo extiendo a todos los que se unen a nosotros a través de la radio y la televisión.
Éste es el segundo domingo de Pascua, que el beato Juan Pablo II dedicó a la Divina Misericordia. Por eso se eligió este día para la celebración de hoy, porque mi Predecesor, gracias a un designio providencial, entregó el espíritu a Dios precisamente en la tarde de la vigilia de esta fiesta. Además, hoy es el primer día del mes de mayo, el mes de María; y es también la memoria de san José obrero. Estos elementos contribuyen a enriquecer nuestra oración, nos ayudan a nosotros que todavía peregrinamos en el tiempo y el espacio. En cambio, qué diferente es la fiesta en el Cielo entre los ángeles y santos. Y, sin embargo, hay un solo Dios, y un Cristo Señor que, como un puente une la tierra y el cielo, y nosotros nos sentimos en este momento más cerca que nunca, como participando de la Liturgia celestial.
«Dichosos los que crean sin haber visto» (Jn 20, 29). En el evangelio de hoy, Jesús pronuncia esta bienaventuranza: la bienaventuranza de la fe. Nos concierne de un modo particular, porque estamos reunidos precisamente para celebrar una beatificación, y más aún porque hoy un Papa ha sido proclamado Beato, un Sucesor de Pedro, llamado a confirmar en la fe a los hermanos. Juan Pablo II es beato por su fe, fuerte y generosa, apostólica. E inmediatamente recordamos otra bienaventuranza: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo» (Mt 16, 17). ¿Qué es lo que el Padre celestial reveló a Simón? Que Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios vivo. Por esta fe Simón se convierte en «Pedro», la roca sobre la que Jesús edifica su Iglesia. La bienaventuranza eterna de Juan Pablo II, que la Iglesia tiene el gozo de proclamar hoy, está incluida en estas palabras de Cristo: «Dichoso, tú, Simón» y «Dichosos los que crean sin haber visto». Ésta es la bienaventuranza de la fe, que también Juan Pablo II recibió de Dios Padre, como un don para la edificación de la Iglesia de Cristo.
Pero nuestro pensamiento se dirige a otra bienaventuranza, que en el evangelio precede a todas las demás. Es la de la Virgen María, la Madre del Redentor. A ella, que acababa de concebir a Jesús en su seno, santa Isabel le dice: «Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1, 45). La bienaventuranza de la fe tiene su modelo en María, y todos nos alegramos de que la beatificación de Juan Pablo II tenga lugar en el primer día del mes mariano, bajo la mirada maternal de Aquella que, con su fe, sostuvo la fe de los Apóstoles, y sostiene continuamente la fe de sus sucesores, especialmente de los que han sido llamados a ocupar la cátedra de Pedro. María no aparece en las narraciones de la resurrección de Cristo, pero su presencia está como oculta en todas partes: ella es la Madre a la que Jesús confió cada uno de los discípulos y toda la comunidad. De modo particular, notamos que la presencia efectiva y materna de María ha sido registrada por san Juan y san Lucas en los contextos que preceden a los del evangelio de hoy y de la primera lectura: en la narración de la muerte de Jesús, donde María aparece al pie de la cruz (cf. Jn 19, 25); y al comienzo de los Hechos de los Apóstoles, que la presentan en medio de los discípulos reunidos en oración en el cenáculo (cf. Hch. 1, 14).
También la segunda lectura de hoy nos habla de la fe, y es precisamente san Pedro quien escribe, lleno de entusiasmo espiritual, indicando a los nuevos bautizados las razones de su esperanza y su alegría. Me complace observar que en este pasaje, al comienzo de su Primera carta, Pedro no se expresa en un modo exhortativo, sino indicativo; escribe, en efecto: «Por ello os alegráis», y añade: «No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de vuestra fe: vuestra propia salvación» (1 P 1, 6.8-9). Todo está en indicativo porque hay una nueva realidad, generada por la resurrección de Cristo, una realidad accesible a la fe. «Es el Señor quien lo ha hecho –dice el Salmo (118, 23)- ha sido un milagro patente», patente a los ojos de la fe.
Queridos hermanos y hermanas, hoy resplandece ante nuestros ojos, bajo la plena luz espiritual de Cristo resucitado, la figura amada y venerada de Juan Pablo II. Hoy, su nombre se añade a la multitud de santos y beatos que él proclamó durante sus casi 27 años de pontificado, recordando con fuerza la vocación universal a la medida alta de la vida cristiana, a la santidad, como afirma la Constitución conciliar sobre la Iglesia Lumen gentium. Todos los miembros del Pueblo de Dios –Obispos, sacerdotes, diáconos, fieles laicos, religiosos, religiosas- estamos en camino hacia la patria celestial, donde nos ha precedido la Virgen María, asociada de modo singular y perfecto al misterio de Cristo y de la Iglesia. Karol Wojtyła, primero como Obispo Auxiliar y después como Arzobispo de Cracovia, participó en el Concilio Vaticano II y sabía que dedicar a María el último capítulo del Documento sobre la Iglesia significaba poner a la Madre del Redentor como imagen y modelo de santidad para todos los cristianos y para la Iglesia entera. Esta visión teológica es la que el beato Juan Pablo II descubrió de joven y que después conservó y profundizó durante toda su vida. Una visión que se resume en el icono bíblico de Cristo en la cruz, y a sus pies María, su madre. Un icono que se encuentra en el evangelio de Juan (19, 25-27) y que quedó sintetizado en el escudo episcopal y posteriormente papal de Karol Wojtyła: una cruz de oro, una «eme» abajo, a la derecha, y el lema: «Totus tuus», que corresponde a la célebre expresión de san Luis María Grignion de Monfort, en la que Karol Wojtyła encontró un principio fundamental para su vida: «Totus tuus ego sum et omnia mea tua sunt. Accipio Te in mea omnia. Praebe mihi cor tuum, Maria -Soy todo tuyo y todo cuanto tengo es tuyo. Tú eres mi todo, oh María; préstame tu corazón». (Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, n. 266).
El nuevo Beato escribió en su testamento: «Cuando, en el día 16 de octubre de 1978, el cónclave de los cardenales escogió a Juan Pablo II, el primado de Polonia, cardenal Stefan Wyszyński, me dijo: “La tarea del nuevo Papa consistirá en introducir a la Iglesia en el tercer milenio”». Y añadía: «Deseo expresar una vez más gratitud al Espíritu Santo por el gran don del Concilio Vaticano II, con respecto al cual, junto con la Iglesia entera, y en especial con todo el Episcopado, me siento en deuda. Estoy convencido de que durante mucho tiempo aún las nuevas generaciones podrán recurrir a las riquezas que este Concilio del siglo XX nos ha regalado. Como obispo que participó en el acontecimiento conciliar desde el primer día hasta el último, deseo confiar este gran patrimonio a todos los que están y estarán llamados a aplicarlo. Por mi parte, doy las gracias al eterno Pastor, que me ha permitido estar al servicio de esta grandísima causa a lo largo de todos los años de mi pontificado». ¿Y cuál es esta «causa»? Es la misma que Juan Pablo II anunció en su primera Misa solemne en la Plaza de San Pedro, con las memorables palabras: «¡No temáis! !Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!». Aquello que el Papa recién elegido pedía a todos, él mismo lo llevó a cabo en primera persona: abrió a Cristo la sociedad, la cultura, los sistemas políticos y económicos, invirtiendo con la fuerza de un gigante, fuerza que le venía de Dios, una tendencia que podía parecer irreversible. Con su testimonio de fe, de amor y de valor apostólico, acompañado de una gran humanidad, este hijo ejemplar de la Nación polaca ayudó a los cristianos de todo el mundo a no tener miedo de llamarse cristianos, de pertenecer a la Iglesia, de hablar del Evangelio. En una palabra: ayudó a no tener miedo de la verdad, porque la verdad es garantía de libertad. Más en síntesis todavía: nos devolvió la fuerza de creer en Cristo, porque Cristo es Redemptor hominis, Redentor del hombre: el tema de su primera Encíclica e hilo conductor de todas las demás.
Karol Wojtyła subió al Solio de Pedro llevando consigo la profunda reflexión sobre la confrontación entre el marxismo y el cristianismo, centrada en el hombre. Su mensaje fue éste: el hombre es el camino de la Iglesia, y Cristo es el camino del hombre. Con este mensaje, que es la gran herencia del Concilio Vaticano II y de su «timonel», el Siervo de Dios el Papa Pablo VI, Juan Pablo II condujo al Pueblo de Dios a atravesar el umbral del Tercer Milenio, que gracias precisamente a Cristo él pudo llamar «umbral de la esperanza». Sí, él, a través del largo camino de preparación para el Gran Jubileo, dio al Cristianismo una renovada orientación hacia el futuro, el futuro de Dios, trascendente respecto a la historia, pero que incide también en la historia. Aquella carga de esperanza que en cierta manera se le dio al marxismo y a la ideología del progreso, él la reivindicó legítimamente para el Cristianismo, restituyéndole la fisonomía auténtica de la esperanza, de vivir en la historia con un espíritu de «adviento», con una existencia personal y comunitaria orientada a Cristo, plenitud del hombre y cumplimiento de su anhelo de justicia y de paz.
Quisiera finalmente dar gracias también a Dios por la experiencia personal que me concedió, de colaborar durante mucho tiempo con el beato Papa Juan Pablo II. Ya antes había tenido ocasión de conocerlo y de estimarlo, pero desde 1982, cuando me llamó a Roma como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, durante 23 años pude estar cerca de él y venerar cada vez más su persona. Su profundidad espiritual y la riqueza de sus intuiciones sostenían mi servicio. El ejemplo de su oración siempre me ha impresionado y edificado: él se sumergía en el encuentro con Dios, aun en medio de las múltiples ocupaciones de su ministerio. Y después, su testimonio en el sufrimiento: el Señor lo fue despojando lentamente de todo, sin embargo él permanecía siempre como una «roca», como Cristo quería. Su profunda humildad, arraigada en la íntima unión con Cristo, le permitió seguir guiando a la Iglesia y dar al mundo un mensaje aún más elocuente, precisamente cuando sus fuerzas físicas iban disminuyendo. Así, él realizó de modo extraordinario la vocación de cada sacerdote y obispo: ser uno con aquel Jesús al que cotidianamente recibe y ofrece en la Iglesia.
¡Dichoso tú, amado Papa Juan Pablo, porque has creído! Te rogamos que continúes sosteniendo desde el Cielo la fe del Pueblo de Dios. Desde el Palacio nos has bendecido muchas veces en esta Plaza. Hoy te rogamos: Santo Padre: bendícenos.  Amén.

sábado, 30 de abril de 2011

HOMENAJE A JUAN PABLO II



Minas, 28 de abril de 2011

Queridos hermanos:

Con alegria en el Señor Resucitado, tengo el gusto de invitarles a las celebraciones que, con motivo de la Beatificación del Papa Juan Pablo II, viviremos en nuestra ciudad, según el siguiente programa:

DOMINGO 1 DE MAYO , HORA 19: Solemne Eucaristía presidida por el Señor Obispo de Minas, Mons. Jaime Fuentes en la Catedral de la Inmaculada Concepción de Minas;

SÁBADO 7 DE MAYO, HORA 16 : Homenaje al Beato Juan Pablo II en el Teatro Lavalleja. Conferencia de Mons. Jaime Fuentes: "Un Papa Santo en Uruguay", Proyección de la película: "Karol, el hombre que llegó a ser Papa"
Esperamos contar con la presencia de todos ustedes en ambas celebraciones, le expreso mi cordial saludo en Cristo Resucitado
P. Pablo Graña Eluén 

jueves, 28 de abril de 2011

Esta es la semblanza biográfica oficial de Juan Pablo II

La que será leída ante el Papa Benedicto XVI el domingo 1 de mayo de 2011 pidiendo su beatificación
Karol Jozef Wojtyła nació en Wadowice (Polonia), el 18 de mayo de 1920. Fue el segundo de los dos hijos de Karol Wojtyła y de Emilia Kaczorowska, que murió en 1929. Su hermano mayor Edmund, de profesión médico, murió en 1932 y su padre, suboficial del ejército, en 1941.
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A los nueve años recibió la Primera Comunión y a los dieciocho el sacramento de la Confirmación. Terminados los estudios en la escuela media de Wadowice, en 1938 se matriculo en la Universidad Jagellonica de Cracovia.
Cuando las fuerzas de la ocupación nazista cerraron la Universidad en 1939, el joven Karol trabajo (1940-1944) en una cantera y en una fabrica química de Solvay para poder mantenerse y evitar la deportación a Alemania.
Sintiendo la llamada al sacerdocio, a partir de 1942 siguió los cursos de formación en el seminario mayor clandestino de Cracovia, dirigido por el cardenal Arzobispo Adam Stefan Sapieha. Al mismo tiempo, fue uno de los promotores del “Teatro Rapsódico”, también este clandestino.
Después de la guerra, continuo sus estudios en el seminario mayor de Cracovia, nuevamente abierto, y en la Facultad de Teología de la Universidad Jagellonica, hasta su ordenación sacerdotal, que tuvo lugar en Cracovia el 1 de noviembre de 1946. Seguidamente, fue enviado por el cardenal Sapieha a Roma, donde obtuvo el doctorado en teologia (1948) con una tesis sobre el tema de la fe en las obras de san Juan de la Cruz. En este periodo –durante las vacaciones– ejerció el ministerio pastoral entre los emigrantes polacos en Francia, Bélgica y Holanda.
En 1948, regreso a Polonia y fue coadjutor, primero, en la parroquia de Niegowić, en los alrededores de Cracovia, y después en la de San Florián, en la ciudad, donde fue también capellán de los universitarios hasta 1951, cuando retomo sus estudios filosóficos y teológicos. En 1953, presento en la Universidad Católica de Lublin una tesis sobre la posibilidad de fundamentar una ética cristiana a partir del sistema ético de Max Scheler. Mas tarde, fue profesor de Teología Moral y Ética en el seminario mayor de Cracovia y en la Facultad de Teología de Lublin.
El 4 de julio de 1958, el Papa Pió XII lo nombro Obispo Auxiliar de Cracovia y titular de Ombi. Recibió la ordenación episcopal el 28 de septiembre de 1958, en la catedral de Wawel (Cracovia), de manos del arzobispo Eugeniusz Baziak.
El 13 de enero de 1964, fue nombrado Arzobispo de Cracovia por Pablo VI, que lo crearía Cardenal el 26 de junio 1967.
Participo en el Concilio Vaticano II (1962-65) dando una importante contribución a la elaboración de la constitución Gaudium et spes. El Cardenal Wojtyła participo también en las cinco asambleas del Sínodo de los Obispos, anteriores a su Pontificado.
Fue elegido sucesor de San Pedro, con el nombre de Juan Pablo II, el 16 de octubre de 1978, y el 22 de octubre inicio su ministerio de Pastor universal de la Iglesia.
El Papa Juan Pablo II realizo 146 visitas pastorales en Italia y, como Obispo de Roma, visito 317 de las 332 actuales parroquias romanas. Los viajes apostólicos por el mundo –expresión de la constante solicitud pastoral del Sucesor de Pedro por todas las Iglesias– han sido 104.
Entre sus documentos principales, se encuentran 14 Encíclicas, 15 Exhortaciones apostólicas, 11 Constituciones apostólicas y 45 cartas apostólicas. Al Papa Juan Pablo II se le atribuyen también 5 libros: “Cruzando el umbral de la esperanza” (octubre 1994); “Don y misterio: en el cincuenta aniversario de mi sacerdocio” (noviembre 1996); “Tríptico romano”, meditaciones en forma de poesía (marzo 2003); “¡Levantaos, vamos!” (mayo 2004) y “Memoria e Identidad”
(febrero 2005).
El Papa Juan Pablo celebro 147 ritos de beatificación –en los cuales proclamo 1338 beatos– y 51 canonizaciones, con un total de 482 santos. Tuvo 9 consistorios, en los que creo 231 (+ 1 in pectore) cardenales. Presidio también 6 reuniones plenarias del Colegio
Cardenalicio.
Desde 1978, convoco 15 asambleas del Sínodo de los Obispos: 6 generales ordinarias (1980, 1983, 1987, 1990, 1994 y 2001), 1 asamblea general extraordinaria (1985) y 8 asambleas especiales (1980, 1991, 1994, 1995, 1997, 1998 [2] y 1999).
El 13 de mayo de 1981 sufrió un grave atentado en la plaza de San Pedro. Salvado por la mano maternal de la Madre de Dios, después de una larga hospitalización y convalecencia, perdono a su agresor y, consciente de haber recibido una nueva vida, intensifico sus compromisos pastorales con heroica generosidad.
En efecto, su solicitud de Pastor encontró además expresión en la erección de numerosas diócesis y circunscripciones eclesiásticas, en la promulgación de los Códigos de derecho canónico latino y de las iglesias orientales, en la promulgación del Catecismo de la Iglesia Católica. Proponiendo al Pueblo de Dios momentos de particular intensidad espiritual, convoco el Ano de la Redención, el Ano Mariano y el Ano de la Eucaristía, ademas del Gran Jubileo de 2000. Se acerco a las nuevas generaciones con las celebraciones de la Jornada Mundial de la Juventud.
Ningún otro Papa ha encontrado a tantas personas como Juan Pablo II: en las Audiencias Generales de los miércoles (mas de 1.160) han participado más de 17 millones y medio de peregrinos, sin contar todas las demás audiencias especiales y las ceremonias religiosas (mas de 8 millones de peregrinos solo durante el Gran Jubileo del ano 2000), y los millones de fieles con los que se encontró durante las visitas pastorales en Italia y en el mundo; numerosas también las personalidades políticas recibidas en audiencia: se pueden recordar a titulo de ejemplo las 38 visitas oficiales y las 738 audiencias o encuentros con Jefes de Estado, e incluso las 246 audiencias con Primeros Ministros.
Murió en Roma, en el Palacio Apostólico Vaticano, el sábado 2 de abril de 2005 a las 21.37 h., en la vigilia del Domingo in Albis y de la Divina Misericordia, instituida esta ultima por el. Los solemnes funerales en la Plaza de San Pedro y su sepultura en las Grutas Vaticanas fueron celebrados el 8 de abril.
Es beatificado por su sucesor, el Papa Benedicto XVI, el domingo 1 de mayo de 2011, segundo domingo de Pascua, día de la Divina Misericordia, en la Plaza de San Pedro de Roma.

miércoles, 20 de abril de 2011

CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO
Y LA DISCIPLINA DE LOS SACRAMENTOS
DECRETO
SOBRE EL CULTO LITÚRGICO POR TRIBUTAR
EN HONOR DEL BEATO JUAN PABLO II, PAPA

La beatificación del venerable Juan Pablo II, de feliz memoria, que tendrá lugar el 1 de mayo de 2011 delante de la basílica de San Pedro en Roma, presidida por el Santo Padre Benedicto XVI reviste un carácter excepcional, reconocido por toda la Iglesia católica esparcida por el mundo entero. Teniendo en cuenta este carácter extraordinario, así como las numerosas peticiones en relación con el culto litúrgico en honor del próximo beato, según los lugares y los modos establecidos por el derecho, esta Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos se apresura a comunicar cuanto se ha dispuesto al respecto.
Misa de acción de gracias
Se dispone que en el arco del año sucesivo a la beatificación de Juan Pablo II, o sea, hasta el 1 de mayo de 2012, sea posible celebrar una santa misa de acción de gracias a Dios en lugares y días significativos. La responsabilidad de establecer el día o los días, así como el lugar o los lugares de reunión del pueblo de Dios, compete al obispo diocesano para su diócesis. Teniendo en cuenta las exigencias locales y las conveniencias pastorales, se concede que se pueda celebrar una santa misa en honor del nuevo beato en un domingo durante el año, o en un día comprendido entre los números 10-13 de la Tabla de los días litúrgicos.
Análogamente, para las familias religiosas, compete al superior general establecer los días y los lugares significativos para toda la familia religiosa.
Para la santa misa, además de la posibilidad de cantar el Gloria, se reza la oración colecta propia en honor del beato (ver anexo); las demás oraciones, el prefacio, las antífonas y las lecturas bíblicas se toman del Común de los pastores, para un Papa. Si el día de la celebración coincide con un domingo durante el año, para las lecturas bíblicas se podrán elegir textos adecuados del Común de los pastores para la primera lectura, salmo responsorial, y para el Evangelio.
Inscripción del nuevo beato en los calendarios particulares
Se dispone que en el calendario propio de la diócesis de Roma y de las diócesis de Polonia, la celebración del beato Juan Pablo II, Papa, se inscriba el 22 de octubre y se celebre cada año como memoria.
Sobre los textos litúrgicos se conceden como propios la oración colecta y la segunda lectura del Oficio de lectura, con el correspondiente responsorio (ver anexo). Los demás textos se toman del Común de los pastores, para un Papa.
En cuanto a los demás calendarios propios, la petición de inscripción de la memoria facultativa del beato Juan Pablo II podrán presentarla a esta Congregación las Conferencias episcopales para su territorio, el obispo diocesano para su diócesis, y el superior general para su familia religiosa.
Dedicación de una iglesia a Dios en honor del nuevo beato
La elección del beato Juan Pablo II como titular de una iglesia prevé el indulto de la Sede Apostólica (cf. Ordo dedicationis ecclesiae, Praenotanda n. 4), excepto cuando su celebración ya esté inscrita en el calendario particular: en este caso no se requiere el indulto y al beato, en la iglesia de la que es titular, se le reserva el grado de fiesta (cf. Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos, Notificatio de cultu Beatorum, 21 de mayo de 1999, n. 9).
No obstante cualquier disposición contraria.
Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos, 2 de abril de 2011.

Antonius Card. Cañizares Llovera,
Praefectus
Iosephus Augustinus Di Noia, o.p.,
Archiepiscopus, a Secretis