Hoy, Miércoles de Ceniza, comienzan a correr cuarenta días, que bien pueden ser los más importantes del año. ¿Por qué? Porque, si aprovechamos bien la gracia de Dios que traen consigo, podremos terminar este tiempo de Cuaresma percibiendo, radiantes, que Jesucristo vive, que me quiere, que dio su vida por mí. En pocas palabras: la Cuaresma bien vivida nos llevará a saborear el sentido de esta sublime exclamación: ¡Felices Pascuas!
¿Qué debemos hacer, pues, para sacarle el máximo partido a este tiempo litúrgico, que termina con la celebración incomparable de la resurrección de Jesús? En primer lugar, someter el alma a un “chequeo” para decirle sinceramente al Señor, con el Salmo que recitamos en la Misa de hoy: “Yo reconozco mi delito, y mi pecado está de continuo ante mí. Contra Ti, contra Ti sólo he pecado y he hecho lo que es malo a tus ojos” (Salmo 50). A continuación, pedirle humildemente con el mismo Salmo: “Crea en mí, Dios mío, un corazón puro, y renueva en mi interior un espíritu firme. Lávame y quedaré más blanco que la nieve”.
Implorando esta gracia de conversión –sin ella, sin el auxilio divino, no podemos dar ni un paso-, insistiremos: “Ten misericordia de mí, Dios mío, según tu bondad; según tu inmensa compasión borra mi delito. Lávame por completo de mi culpa, y purifícame de mi pecado.
PARA HACER UN CHEQUEO
En este itinerario de conversión, de acercamiento a Dios, la dificultad mayor la tendría una persona que, haciendo su “chequeo” espiritual, dijera que no encuentra nada de qué arrepentirse, que él o ella es “buena gente”, que nunca mató a nadie, que nunca robó, que… ¡Pobre!, habría que ayudarla. Un modo puede ser ir desmenuzando cada uno de los siete pecados capitales:
- La soberbia, para empezar, con sus innumerables expresiones: incomprensiones puramente imaginarias, silencios amargos, ofensas inventadas, quejas, discusiones inmotivadas…
- La avaricia, el apegamiento a lo que se tiene, aunque no sea mucho en cantidad, que lleva a faltas de caridad elementales, de generosidad, de preocupación por los otros…A tener como norma de conducta el “yo-mi-me-conmigo”…
- La lujuria: actos contrarios a la castidad, dentro y fuera del matrimonio; deseos consentidos, miradas televisivas y en vivo y en directo, faltas al pudor… y un largo etcétera.
- La ira: ¡ay la violencia doméstica, verbal y también física!; en la familia y también en el trabajo, en el tránsito, en la calle…
- La gula: borracheras, comilonas, excesos permanentes que llevan a otras faltas, porque los pecados están todos hermanados y se ayudan entre sí.
- La envidia, que aliada con la soberbia tiene efectos desastrosos: críticas, difamaciones, verdaderas calumnias, chismes, divisiones…
- La pereza, que está metida en todo: nos da pereza rezar, trabajar con responsabilidad, hacer un favor…
En fin, estos son apenas unos pocos ejemplos, que pueden servir para conocernos mejor y reconocer la necesidad que tenemos de purificación: este caer en la cuenta es el principio de la conversión, de comenzar a sentir que somos hijos de Dios y que debemos empeñarnos en desarraigar de la propia vida lo que no condice con lo que somos. Después, en el silencio acompañado de la oración personal, nos conmoveremos meditando el capítulo 15 del evangelio de San Lucas: cada uno es ese hijo que, volviendo a casa, ve que el Padre sale a su encuentro, se le echa al cuello y se lo come a besos.
Durante el tiempo de Cuaresma, especialmente, hay que darle mucho trabajo a los sacerdotes, acercándonos al confesonario para abrir el propio corazón y descargar en el de Jesús –es el mismo Cristo quien por medio del sacerdote nos perdona- toda la basura que, al terminar la confesión, será triturada y enterrada para siempre: en la presencia de Dios, ¡“eso” nunca existió!
Entonces comienza la nueva vida, el vivir en gracia de Dios, que es vida gratuita, regalo divino: Dios empieza nuevamente a habitar en nuestra alma y a hacer que nuestra existencia tenga un relieve insospechado.
Hace pocos días fui con un amigo por la ruta 12, desde Minas hasta Pan de Azúcar, regresando luego por Valle Edén. Me quedé extasiado. Más de una vez me habían hablado de la belleza de ese paisaje, pero hasta ahora no había podido disfrutar de él: cerros y quebradas, montes de eucaliptos, inesperados horizontes que cambian en cada curva… Una delicia.
Vivir en gracia de Dios, ser de verdad sus amigos, saberse hermanos de Jesucristo y experimentar su presencia; empeñarse en sintonizar en Él los propios pensamientos y acciones… Todo esto es infinitamente más valioso que Valle Edén o, si se quiere así, es un volver al Edén, cuando el hombre y la mujer vivían en perfecta amistad y amor con su Creador.
Que nadie piense que estoy hablando de poesía o para místicos cultivadores de la vida espiritual: ser hijos de Dios y conformarse con “ir tirando”, con “la vamos llevando”, es inaceptable. La Cuaresma nos ofrece un año más la posibilidad de recomenzar a tener conciencia de nuestra dignidad.
LA CUARESMA DE MARTÍNEZ
“Hazme sentir gozo y alegría”, se lee también en el Salmo 50. “Aparta tu rostro de mis pecados y borra todas mis culpas”. Es el ruego lleno de esperanza que brota del corazón arrepentido. Y, junto con la humilde petición de perdón, el hombre siente necesidad de demostrar con hechos la sinceridad de su arrepentimiento.
Un mes atrás llevé casi hasta la cumbre del Verdún, en el auto –pequeño “privilegio” del Obispo- a un amigo que de otra manera no podía subir. Llegamos, rezamos, admiramos el precioso panorama que se ofrece a la vista, y emprendimos el descenso. Era domingo, y me encantó encontrar a unas cuantas personas subiendo el Cerro. En un momento, por la impresión que me causó, paré el auto: una mujer mayor, morena, voluminosa, con pelo entrecano, llevaba de la mano a dos niños y, supongo que eran sus nietos, otros dos iban también con ella. Subía lentamente, con dificultad. Y subía descalza.
Estuve pensando mucho en esa abuela, en su fe y en la transmisión de la fe a sus nietos que, estoy seguro, nunca olvidarán su ejemplo. La fe, como el amor, es sacrificada. Y se entiende sin dificultad que, durante el tiempo de Cuaresma, la Iglesia nos anime especialmente a mostrar con nuestras obras la hondura del arrepentimiento por nuestros pecados.
Desde siempre, la oración, el ayuno y la limosna son los medios privilegiados para demostrarlo. ¡Qué oración la de esa mujer! Cada uno tiene que encontrar sus propios modos –cómo, cuándo, dónde- de expresar a Dios lo que lleva en su alma.
Quizás convenga aclarar que el ayuno no es un régimen para adelgazar. Estamos en un nivel diferente: se ayuna para manifestarle a Dios el arrepentimiento por haberlo ofendido; lo hago porque sé que estoy excesivamente apegado a la comida y/o a la bebida; se ayuna porque está experimentado que el alma aspira a volar muy alto… pero le gana lo que le pide el cuerpo. Entonces se entiende que hay que “domarlo”.
No obstante, es necesario actuar con sentido común, no vaya a ser que a uno le pase lo de Martínez, un personaje de José María Pemán que en una Cuaresma decidió ofrecerle a Dios el sacrificio de no fumar.
Que le costó, y mucho, lo supo Martínez y también su esposa. El hombre anduvo muy nervioso, se irritaba por cosas mínimas y, más de una vez, por cumplir su propósito penitencial, perdió la paciencia, levantó la voz…
El caso es que al terminar la Cuaresma, Martínez consiguió su objetivo y, vaya uno a saber si no fue por eso mismo, Martínez se murió. En las puertas del Cielo lo recibió San Pedro.
- ¿Tú quién eres?, le preguntó.
- Soy Martínez, contestó. ¿Cuándo puedo entrar?, preguntó impaciente.
- Veamos, veamos cuáles son tus méritos, dijo San Pedro mientras consultaba el gran fichero de los admitidos al Cielo.
- ¡Acabo de pasar toda la Cuaresma sin fumar!, exclamó Martínez con orgullo.
San Pedro buscaba y buscaba y no parecía encontrar la ficha.
- No te encuentro, le dijo mientras revisaba una vez más.
- ¿Cómo es posible?, se intranquilizó nuestro amigo. ¡Con el trabajo que me costó!
- No, no encuentro tu ficha, concluyó San Pedro.
- ¡Debe ser un error!, se quejó Martínez. ¿No podrías buscar por última vez?, le rogó.
San Pedro accedió. Tomó el gran fichero y comenzó a pasar las fichas una por una. Finalmente exclamó:
- ¡Aquí está!
Un mes atrás llevé casi hasta la cumbre del Verdún, en el auto –pequeño “privilegio” del Obispo- a un amigo que de otra manera no podía subir. Llegamos, rezamos, admiramos el precioso panorama que se ofrece a la vista, y emprendimos el descenso. Era domingo, y me encantó encontrar a unas cuantas personas subiendo el Cerro. En un momento, por la impresión que me causó, paré el auto: una mujer mayor, morena, voluminosa, con pelo entrecano, llevaba de la mano a dos niños y, supongo que eran sus nietos, otros dos iban también con ella. Subía lentamente, con dificultad. Y subía descalza.
Estuve pensando mucho en esa abuela, en su fe y en la transmisión de la fe a sus nietos que, estoy seguro, nunca olvidarán su ejemplo. La fe, como el amor, es sacrificada. Y se entiende sin dificultad que, durante el tiempo de Cuaresma, la Iglesia nos anime especialmente a mostrar con nuestras obras la hondura del arrepentimiento por nuestros pecados.
Desde siempre, la oración, el ayuno y la limosna son los medios privilegiados para demostrarlo. ¡Qué oración la de esa mujer! Cada uno tiene que encontrar sus propios modos –cómo, cuándo, dónde- de expresar a Dios lo que lleva en su alma.
Quizás convenga aclarar que el ayuno no es un régimen para adelgazar. Estamos en un nivel diferente: se ayuna para manifestarle a Dios el arrepentimiento por haberlo ofendido; lo hago porque sé que estoy excesivamente apegado a la comida y/o a la bebida; se ayuna porque está experimentado que el alma aspira a volar muy alto… pero le gana lo que le pide el cuerpo. Entonces se entiende que hay que “domarlo”.
No obstante, es necesario actuar con sentido común, no vaya a ser que a uno le pase lo de Martínez, un personaje de José María Pemán que en una Cuaresma decidió ofrecerle a Dios el sacrificio de no fumar.
Que le costó, y mucho, lo supo Martínez y también su esposa. El hombre anduvo muy nervioso, se irritaba por cosas mínimas y, más de una vez, por cumplir su propósito penitencial, perdió la paciencia, levantó la voz…
El caso es que al terminar la Cuaresma, Martínez consiguió su objetivo y, vaya uno a saber si no fue por eso mismo, Martínez se murió. En las puertas del Cielo lo recibió San Pedro.
- ¿Tú quién eres?, le preguntó.
- Soy Martínez, contestó. ¿Cuándo puedo entrar?, preguntó impaciente.
- Veamos, veamos cuáles son tus méritos, dijo San Pedro mientras consultaba el gran fichero de los admitidos al Cielo.
- ¡Acabo de pasar toda la Cuaresma sin fumar!, exclamó Martínez con orgullo.
San Pedro buscaba y buscaba y no parecía encontrar la ficha.
- No te encuentro, le dijo mientras revisaba una vez más.
- ¿Cómo es posible?, se intranquilizó nuestro amigo. ¡Con el trabajo que me costó!
- No, no encuentro tu ficha, concluyó San Pedro.
- ¡Debe ser un error!, se quejó Martínez. ¿No podrías buscar por última vez?, le rogó.
San Pedro accedió. Tomó el gran fichero y comenzó a pasar las fichas una por una. Finalmente exclamó:
- ¡Aquí está!
- ¡Ya sabía yo que era una equivocación!, dijo Martínez. ¡Cómo no se me iba a tener en cuenta, con lo que me costó!...
- No, lo siento, aclaró San Pedro; en realidad, no es tuya la ficha, fue una confusión. Lo que dice es: SEÑORA DE MARTÍNEZ. Y te voy a leer lo que está anotado en ella: “Su esposo pasó una Cuaresma sin fumar”.
Más allá de la broma, es importante enfocar bien el ayuno, tratando de detectar cuáles son los apegamientos a los que uno debería renunciar: más difícil que el ayuno corporal, y más importante, será, por ejemplo, renunciar a un programa de televisión que impide conversar en familia o en el cual y con el cual se ofende y ofendo a Dios. O, yendo a un terreno que nos resulta muy costoso, a lo mejor es necesario proponerse renunciar a UN mate, que puede ser la causa por la que se dilata, o no se hace, un rato de oración. En fin, la casuística resultaría interminable.
El profeta Daniel le dijo al rey Nabucodonosor: - Majestad, acepta de buen grado mi consejo: expía tus pecados con limosnas, y tus iniquidades socorriendo a los pobres (Daniel 4, 24). Es un consejo de validez permanente, muy a tener en cuenta en este tiempo de purificación: ¿cómo pretender vivir en paz con Dios y con uno mismo, mientras otros hermanos míos no tienen nada de lo que a mí me sobra? ¿Cómo es que tanto se endurece el corazón, que se hace insensible a las necesidades más elementales de los demás? ¡Hay tanto para rectificar en nuestra vida!...
Le pido al Señor, por intercesión de su Madre Santísima, que en esta Cuaresma queramos dar un paso adelante en nuestra vida de hijos de Dios, Padre nuestro. Es mucho lo que Él tiene derecho a esperar de cada uno de nosotros y no podemos defraudarlo.
Los bendigo con todo afecto en el Señor,
+ Jaime Fuentes
Obispo de Minas
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